En el asiento trasero del Fiat 133 amarillo de mamá lloró. No importa que el viaje se repita cada Martes y cada Jueves, la frecuencia no lo hace menos insoportable.
Tengo diez años y no hay peor castigo sobre la faz de la tierra que ir a clases particulares de Inglés. Eran épocas donde no había colegios bilingües, y si hubieran existido, tampoco había plata como para poder pagarlos.
En el último domingo de vacaciones de invierno y cuando mi calvario personal ya era una tortura familiar, mamá me llamo a la cocina. Bajo el volumen del televisor y dijo algo que cambiaría mi vida: “A inglés no vas a dejar de ir”, así terminaban mis vacaciones y mis esperanzas, “pero podes elegir hacer cualquier otra cosa que quieras”.
Volver a Karate a que me sigan pegando no era una opción, en fútbol ya había demostrado el mal defensor que era y mi incapacidad crónica para hacer laterales sin pisar la línea, en clases de tenis el costo de pelotitas pérdidas era mayor que la cuota e ir a la colonia en un club sin siquiera un árbol era algo tan aterrador, que solo podría ser superado por ir a la colonia a aprender inglés.
Con pocas opciones empecé computación en el Instituto Pedernera, nombrado así por ocupar los tres locales de de Callao y Pedernera, esquina temeraria del 92 “Retiro-Tápiales”, que bajaba envalentonado de la barrera y con total desconocimiento del freno y/o la bocina.
La escuela estaba a cargo de Alberto Land. Canoso, despeinado y con larga barba blanca estilo Gandalf con la que jugaba cuando pensaba una respuesta.
Antes de cada clase, él recorría a paso lento y arrastrando los pies la sala, para acomodar sillas y conectar un puñado de Commodore64 a pequeños televisores blanco y negro. El sueño de Bill Gates de tener una PC/Computadora en cada hogar aún no había llegado Argentina y mucho menos a Tápiales.
Previo a cada clase se compraba un fascículo.Tres o cuatro hojas fotocopiadas hasta la desaparición de algunos textos y engrampadas inútilmente. Ahí se detallaban las instrucciones del día, ejercicios y disponía bastante espacio en blanco para completar aprendizajes.
Cinco minutos antes del final de cada clase, la tensión aumentaba cuando Alberto revisaba cada respuesta mientras jugaba con su barba y sonriendo firmaba la última hoja, antes de que se archivaban para terminar anilladas en forma de manual.
Como nuestro abuelo, Alberto nos contaba problemas como si fuesen cuentos de Disney. Primero nos hacía dibujar soluciones en diagramas laberínticos y luego traducirlas a instrucciones en la computadora. Armar una lista de números primos, ordenar una serie Fibonacci, armar un sistema para administrar una verdulería o desarrollar un videojuego eran historias que nos llevaban a mundos nuevos donde se hablaban lenguajes de 8bits con nombres nerds como Basic, Pascal, DBase, Cobol, C+ o Assembly.
Alberto fue sin duda una de las personas más influyentes de mi vida; con cariño, disciplina y paciencia nos enseño a pensar, a hablar otros idiomas y por sobre todo a enamorarnos de la tecnología algo que marcaría el resto de mi vida.
En mi última visita a argentina volví a Callao y Pedernera, el 92 sigue pasando sin frenar y en lugar donde jugábamos a aprender hay ahora un supermercado de barrio.
(En memoria de Alberto Land; Eternamente agradecido a vos y a mamá, por inglés y por computación ?)